La peligrosa confusión entre adicción y dolencia real

Vivimos en la era de la patologización absoluta. Si comes mucho, tienes "trastorno por atracón". Si no puedes dejar el móvil, tienes "adicción digital". Si bebes hasta vomitarte encima cinco veces por semana, eres una víctima de una "enfermedad crónica". Pobrecito. No es su culpa. No podía evitarlo.
Pero... ¿y si empezamos a decir las cosas por su nombre?
Porque una enfermedad no se elige. Te toca. Te cae como un rayo. Nadie elige tener epilepsia, fibrosis quística o cáncer. Pero la adicción empieza con una decisión. Con un sí. Con una copa, con una línea, con un clic.
Y en esa distinción sutil pero demoledora, nos jugamos algo más que semántica: nos jugamos la responsabilidad moral en la era de la excusa perpetua.
¿Qué dicen la ciencia y la filosofía?
La ciencia médica moderna
Hoy en día, muchas instituciones sanitarias (como la OMS o el NIDA de EE.UU.) catalogan la adicción como una enfermedad crónica del cerebro. Argumentan que el uso repetido de sustancias modifica las vías dopaminérgicas, afectando la capacidad de tomar decisiones, controlar impulsos y valorar consecuencias.
¿El problema? Que este enfoque parte del momento en que la adicción ya está avanzada, pero omite lo más importante: que empezó con una elección libre y voluntaria.
La neuroplasticidad no exime la culpa
Es cierto que el cerebro cambia. Pero también cambia cuando aprendes un idioma, haces deporte o te vuelves adicto al azúcar. El hecho de que algo altere tu biología no convierte automáticamente tu conducta en una enfermedad. Sería como llamar "enfermo crónico" al ludópata que va al casino cinco veces por semana porque su circuito de recompensa está "secuestrado". ¿De verdad?
La filosofía moral clásica lo tiene claro
- Immanuel Kant: defendía que la moral se basa en el deber, y que el ser humano es libre en tanto actúa por principios racionales. Si eliges caer en conductas autodestructivas, eres moralmente responsable de esa decisión, incluso si después pierdes el control.
- Los estoicos (como Epicteto o Séneca) insistían en que lo importante es lo que depende de nosotros. La salud no depende de nosotros. Nacer con una enfermedad degenerativa, tampoco. Pero decidir qué haces con tu cuerpo, tus hábitos y tus actos, sí.
- Nietzsche, por su parte, despreciaba la moral del victimismo. Veía en esa tendencia a justificarse una forma de encubrir cobardía y debilidad.
La falacia de la equivalencia moral
Cuando ponemos en la misma categoría a un niño con distrofia muscular que a un adulto que ha perdido todo por la heroína, estamos diciendo que ambos son víctimas del mismo tipo de “dolencia”.
Eso no solo es científicamente discutible, sino también éticamente corrosivo. Equiparar el sufrimiento de quien no tuvo elección con quien se autodestruyó activamente es insultante para quienes cargan con enfermedades reales.
Y no, no se trata de negar ayuda o compasión. Alguien atrapado en una adicción necesita apoyo, claro. Pero ayudar a alguien no implica absolverlo de toda responsabilidad, ni mucho menos decirle que su situación es como tener esclerosis múltiple.
El peligro de normalizar la irresponsabilidad
Llamar “enfermedad” a toda conducta disfuncional tiene consecuencias:
- Borra la diferencia entre lo inevitable y lo voluntario.
- Fomenta una cultura de la excusa: “yo no puedo evitarlo”.
- Infantiliza a los adultos.
- Desvaloriza el término "enfermedad" para quienes realmente no tuvieron elección.
Además, desarma a la sociedad ante problemas serios. ¿Cómo combates algo si te dicen que no es una decisión, sino un diagnóstico? ¿Qué papel tienen entonces la disciplina, la voluntad o la responsabilidad?
Conclusión: no todo sufrimiento es enfermedad, y no toda enfermedad te convierte en víctima
En un mundo que ya casi no distingue entre elección y destino, hace falta recuperar algo muy básico: el poder de decidir.
Una persona que elige drogarse durante años no es una mala persona por definición. Pero tampoco es una víctima sin agencia. No está enferma como lo está alguien que nace con una enfermedad degenerativa. No está enferma como lo está alguien que desarrolla cáncer sin haber hecho nada para provocarlo.
Está pagando el precio de una cadena de decisiones equivocadas.
Y el primer paso para salir de ahí no es llamarlo “pobrecito”.
Es llamarlo por su nombre.