Israel, Palestina y la Decencia Moral: Una Reflexión desde el Liberalismo

En tiempos de conflicto, cuando las pasiones se encienden y los bandos se dibujan con trazo grueso, se vuelve cada vez más difícil mantener una posición matizada, ética y coherente con los principios que uno defiende. Vivimos en una época en la que se ha vuelto casi obligatorio adscribirse a una trinchera, repetir los lemas que nos corresponden por afinidad política, y hacer de la complejidad moral un sacrificio más en el altar de la polarización. Pero cuando la sangre inocente empapa la tierra, la conciencia no permite permanecer en silencio, ni mucho menos ser cómplice de la deshumanización.
Como liberal, me resisto a las etiquetas simplificadoras. Para algunos, mi defensa de la libertad individual, del libre mercado y del escepticismo hacia el poder estatal me ubica en la derecha política. Acepto ese juicio con cortesía, pero no lo hago propio. Porque el liberalismo que defiendo no es una suma de posiciones electorales, sino una cosmovisión ética que sitúa al ser humano —libre, digno, irrepetible— en el centro de toda consideración política.
Desde esa posición, quiero plantear una reflexión profunda sobre la tragedia que se está desarrollando entre Israel y Palestina. Una tragedia que va más allá de los titulares, de las narrativas prefabricadas y de las proclamas interesadas.
El horror no tiene justificación
Nada, absolutamente nada, justifica el terrorismo. La masacre perpetrada por Hamás es una abominación moral. Es un crimen que repugna a la conciencia y que debe ser condenado sin ambigüedad. El asesinato de civiles, el secuestro de niños, mujeres y ancianos, el uso del terror como arma política: todo esto representa una degradación total de la causa palestina. No hay liberación posible cuando uno abraza la lógica de la muerte. El uso de la violencia contra inocentes deslegitima cualquier aspiración de justicia.
Pero reconocer esto no obliga —ni permite— cerrar los ojos ante la otra cara del horror. La reacción del Estado de Israel, legítima en su derecho a defenderse, se ha convertido en una maquinaria desproporcionada de muerte. Miles de civiles palestinos, incluyendo mujeres y niños, han sido asesinados bajo el pretexto de eliminar a los terroristas. Familias enteras han sido borradas del mapa. Barrios han sido convertidos en escombros. El cerco, el hambre, el miedo, la desesperanza... ¿Dónde queda la decencia moral ante este escenario?
El poder del Estado y la fragilidad del individuo
Desde la perspectiva liberal, el Estado es una herramienta peligrosa. Necesaria en ciertos aspectos, pero siempre propensa a excederse, a convertirse en un Leviatán que aplasta la vida individual en nombre del interés colectivo. Y si esto es cierto en cualquier sociedad, cuánto más cuando hablamos de un Estado en guerra.
El Estado de Israel tiene derecho a existir. Tiene derecho a la autodefensa. Pero no tiene derecho a la impunidad. No tiene derecho a actuar como si su mera existencia justificara cualquier acción, cualquier bombardeo, cualquier muerte colateral. Porque cuando un Estado utiliza su superioridad militar para castigar indiscriminadamente a una población entera, ha cruzado una línea roja moral que ningún liberal puede aceptar.
Un liberal no idolatra al Estado, ni al ejército, ni a la bandera. Un liberal idolatra la vida humana, la libertad, la responsabilidad individual, la justicia. Cuando un Estado actúa sin límites éticos, traiciona su propia legitimidad. Y quienes lo justifican, por simpatía política o por odio hacia el enemigo, se convierten en cómplices morales del sufrimiento.
La trampa de la polarización
Hoy, en España y en muchos otros países, se está produciendo una dinámica especialmente tóxica. Como el Gobierno actual simpatiza con la causa palestina y critica al gobierno de Netanyahu, muchas personas que legítimamente se oponen a Sánchez sienten la tentación de abrazar acríticamente cualquier cosa que este condene. Es una reacción emocional, comprensible en su origen, pero profundamente peligrosa.
La ética no se construye en función de las filias y fobias políticas. Uno no puede defender el liberalismo, la vida y la libertad, y al mismo tiempo cerrar los ojos ante la masacre de niños porque "el enemigo de mi enemigo" es quien la ejecuta. Eso no es coherencia, eso es tribalismo moral. Y el liberalismo, en su esencia más pura, es el antídoto contra el tribalismo.
Ser el enemigo del terror, pero también del autoritarismo
La causa de la libertad no puede estar del lado del terror, pero tampoco del autoritarismo. La lucha contra el terrorismo debe hacerse dentro del marco del derecho, del respeto por la vida humana y de la proporcionalidad. Israel tiene derecho a combatir a Hamás, pero no a castigar colectivamente a los palestinos. Porque al hacerlo, no sólo traiciona los principios que dice defender, sino que alimenta el odio, perpetúa el ciclo de violencia y debilita su propia posición moral ante el mundo.
La victoria no puede medirse en cadáveres. La victoria auténtica en una democracia debe medirse en vidas salvadas, en derechos respetados, en enemigos desarmados no sólo por la fuerza, sino por la superioridad ética de nuestras acciones.
Cuando miremos atrás
La historia es una jueza implacable. Y cuando, dentro de unos años, miremos atrás, muchos se preguntarán en qué lado estuvieron. Yo quiero tener la conciencia tranquila de haber defendido siempre la vida, incluso cuando eso significaba enfrentarse a la opinión mayoritaria. Quiero poder decir que no me dejé arrastrar por la simplificación ni por el oportunismo político.
Hoy, condenar el terrorismo de Hamás es un imperativo moral. Pero también lo es denunciar la desproporción del Estado de Israel cuando esta se convierte en carnicería. Y más aún, cuando se hace en nombre de una supuesta superioridad civilizatoria que convierte a los muertos en daños colaterales y a las víctimas en estadísticas.
Liberalismo es humanidad
El liberalismo auténtico no es una doctrina fría. No es una tabla de Excel ni una ecuación económica. Es una visión del mundo que pone al ser humano en el centro, que defiende sus derechos, su dignidad, su libertad. Que desconfía del poder cuando este se convierte en justificación para la violencia. Que se indigna ante cualquier forma de totalitarismo, venga de donde venga.
La decencia moral no tiene bando político. Tiene principios. Y entre esos principios está la convicción de que la vida humana es sagrada. Que la libertad no puede florecer entre escombros y cadáveres. Que la ética no puede sacrificarse por razones de Estado.
Hoy, más que nunca, necesitamos voces que se atrevan a decir que sí, se puede condenar a Hamás sin justificar la barbarie. Que sí, se puede apoyar el derecho a defenderse sin cerrar los ojos ante la muerte de inocentes. Que sí, se puede ser liberal y estar en contra del uso inmoral del poder estatal, incluso cuando quien lo ejerce se dice defensor de Occidente.
Porque si renunciamos a eso, entonces ¿qué sentido tiene hablar de libertad?