Cansado de la postmodernidad: entre el relativismo y la pérdida del sentido

Vivimos en una era en la que todo parece disolverse en matices, subjetividades y percepciones personales. La postmodernidad, ese fenómeno cultural, filosófico y social que emergió con fuerza en el siglo XX, ha impregnado todos los rincones de nuestra vida cotidiana: desde la política hasta las relaciones personales, desde el arte hasta la moral. Y si bien ha traído consigo ciertos avances en libertad y diversidad, también ha dejado tras de sí una estela de vacío, de confusión, de pérdida de referentes. Hoy, quiero hablar desde el cansancio, desde ese lugar donde uno empieza a preguntarse si realmente estamos construyendo algo, o simplemente deconstruyendo todo hasta que ya no queda nada.
El triunfo del relativismo moral
En la base de esta época líquida —como bien describía Zygmunt Bauman— yace el relativismo. Todo es opinable. Nada es universal. Las nociones de bien y mal han sido arrastradas al tribunal del "depende". Ya no se trata de discernir entre lo correcto y lo incorrecto, sino de empatizar con el contexto. Por supuesto que la empatía es necesaria. Pero cuando esta se convierte en excusa para justificar cualquier conducta, cuando dejamos de llamar a las cosas por su nombre por miedo a parecer intolerantes, estamos abdicando de la posibilidad misma de la ética.
Lo que antes eran líneas rojas, hoy son zonas grises infinitas. Lo malo no es malo, sólo es "otra forma de ver las cosas". El asesino tiene su trauma, el corrupto su sistema, el infiel su vacío emocional. Y así vamos, encontrando atenuantes hasta para lo injustificable. Pero sin una brújula moral compartida, ¿cómo navegamos como sociedad? ¿Cómo educamos? ¿Cómo construimos?
Cultura sin héroes, sólo anti-héroes
Este clima moral tiene su reflejo en el arte y la cultura. El cine, la literatura y las series de televisión han dejado de ofrecernos héroes en el sentido clásico: figuras de virtud, modelos a seguir, personajes que aspiraban a algo superior. En su lugar, se impone la figura del anti-héroe. El mafioso simpático. El asesino con carisma. El drogadicto entrañable. ¿Empatizamos con ellos? Claro. ¿Son interesantes? Sin duda. ¿Nos inspiran a ser mejores? Difícilmente.
El problema no está en contar historias complejas, sino en que ya no hay contraste. Ya no hay una narrativa que invite a discernir. Todo es ambigüedad moral. Y en esa ambigüedad, el espectador deja de preguntarse qué está bien o mal. Se limita a mirar, a consumir, a entretenerse. Pero el arte, cuando renuncia a interpelar al alma, se convierte en puro escapismo.
Política como teatro de la culpa
La esfera política no es ajena a este clima. Vivimos tiempos donde los discursos públicos han dejado de centrarse en el servicio, la responsabilidad o la construcción de comunidad. En su lugar, asistimos a un espectáculo de culpas cruzadas. La política ha dejado de ser la herramienta para organizar la convivencia y se ha transformado en un campo de batalla simbólica donde lo importante no es solucionar problemas, sino ganar relatos. Cada bando se encierra en su propia burbuja de verdad, y cualquier intento de diálogo real se disuelve en ruido ideológico.
Cuando nadie asume su parte de responsabilidad, cuando todo se reduce a señalar al otro, la política deja de ser adulta. Se infantiliza. Se convierte en un juego de poder sin propósito. Y la ciudadanía, en consecuencia, se siente huérfana, hastiada, sin representación.
Amor líquido y relaciones de usar y tirar
En el plano afectivo, la situación no es mejor. Las relaciones humanas también han sido arrastradas por la lógica de la inmediatez, del consumo, de la superficialidad. Amar se ha convertido en un acto efímero, un gesto que no compromete. El amor profundo, con raíces, con historia, ha sido sustituido por el "match", por la compatibilidad algorítmica, por la emoción instantánea. Y cuando algo falla —como inevitablemente sucede en toda relación real—, no se repara: se reemplaza.
Vivimos en una cultura que celebra la libertad individual, pero olvida que el verdadero amor implica renuncia, paciencia, memoria, perdón. ¿Qué vínculo puede sobrevivir si cada desencuentro se vive como una razón para huir? ¿Cómo construir algo si nadie quiere mirar al pasado ni comprometerse con el futuro?
Una odisea por el sentido
En este panorama, muchos —como yo— nos sentimos cansados. Cansados de tener que justificar que hay cosas mal. Cansados de explicar que el compromiso importa. Que el bien existe. Que no todo es cuestión de perspectiva. Que la empatía no es excusa. Que el arte puede ser bello y moral. Que el amor puede ser duradero. Que la política puede ser servicio.
No se trata de volver al dogma, ni de imponer verdades absolutas. Se trata de recuperar una ética del sentido. De volver a preguntarnos para qué vivimos, para qué amamos, para qué creamos, para qué decidimos. Y en ese camino, quizá podamos construir algo más sólido que esta espuma de likes, hashtags y discursos fugaces.
Porque si todo vale lo mismo, entonces nada vale nada. Y si nada vale nada, la vida se convierte en un simulacro. Yo, al menos, no quiero vivir en ese simulacro. Prefiero el riesgo de tener convicciones. Prefiero equivocarme tratando de construir algo verdadero que acertar en el arte de no molestar a nadie.
Quiero creer que aún podemos levantar una cultura que combine libertad con responsabilidad, pluralidad con sentido, empatía con justicia. Porque, en el fondo, lo que nos cansa no es la diversidad. Es el vacío.
Y contra el vacío, sólo hay un antídoto: el sentido.